Ser santos como el Señor El Señor habla a Moisés y le da las directrices para que el Pueblo Elegido sea un fiel reflejo de Él. Le va desglosando los preceptos para alcanzar ese fin. Y si nos fijamos bien todos van encaminados a dos cosas: La fidelidad a Dios (no profanar su Nombre con juramentos) y el respeto y amor a nuestro semejantes. Ese es el camino de la Santidad. No se trata de hacer grandes proezas, se trata de ser fieles y honestos en la vida cotidiana. Desde niños, en la catequesis, nos hablaban de las vidas de los santos. Yo me los imaginaba como héroes de película, seres fantásticos. Pero con el paso de los años he ido comprendiendo que es más sencillo que todo eso. Si Santa Teresa de Jesús decía que “Dios también andaba entre los pucheros” pienso que entre esos mismos pucheros andan los Santos. Gentes como tú y como yo, con sus preocupaciones, sus trabajos, sus afanes diarios, sus alegrías y sus penas... En lo cotidiano, en el día a día podemos alcanzar la santidad: simplemente siguiendo los preceptos del Señor, nada más ¡Y nada menos! Dios no nos pide imposibles, Él nos hizo a su imagen y semejanza por eso nos dice que seamos santos porque Él es Santo. Y nos marca el sendero. Sendero que al final cierra con la clave de todo: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” Algo que más tarde nos recordaría el mismo Cristo. En el amor a los demás, en la entrega por nuestros semejantes, se encuentra nuestro objetivo. Y en el amor a Dios, porque si le amamos a Él de corazón todo lo demás nos vendrá por añadidura. La piedra angular de la santidad, en definitiva, está en la Misericordia. Misericordia quiero y no sacrificios San Mateo nos regala uno de los pasajes evangélicos más hermosos. Podríamos estar horas hablando y meditando. Dentro de su aparente sencillez se encierra una profundidad que nos llama a la reflexión. Jesús nos habla del juicio final, de lo que ocurrirá en el supremo momento y de por qué unos irán a la gloria y otros no. Y es muy claro en sus palabras “Lo que hicisteis con ellos, conmigo lo hicisteis y lo que no hicisteis con ellos conmigo no lo hicisteis”. ¿Y qué es lo que hicimos o dejamos de hacer? AMAR, TENER MISERICORDIA. En las peores circunstancias, en la enfermedad, en la cárcel, en la pobreza... Querer a alguien cuando las cosas van bien es muy fácil, pero... cuando vienen mal dadas es otra cosa. Una de las características de la Orden de Predicadores es la misericordia. Santo Domingo de Guzmán la practicó desde muy joven, en sus tiempos de estudiante en Palencia cuando se desprendió de su bien más preciado (los libros) para dar de comer a quienes pasaban hambre. Y lo hizo por amor a Dios y al prójimo. Hoy tenemos muchas ocasiones para seguir su ejemplo. Cuántos enfermos, cuántos desterrados, cuántos marginados, cuántos hambrientos nos tienden la mano cada día y no somos capaces de verlos...Vivimos en un mundo que va muy deprisa, siempre andamos atentos a nuestros quehaceres, a las últimas noticias, a lo que está o no de moda y parece que no tuviéramos tiempo para los demás, los que de verdad nos necesitan ¿No será porque no tenemos en el centro de nuestra vida a Dios? ¿No será porque no amamos en el sentido evangélico? Os propongo que al hilo de esta Lectura reflexionemos sobre las prioridades de nuestro corazón.
Acepta la mirada del Dios que te ama. Acepta tus nuevos ojos para mirar al ser humano, al mundo, para verle a él y conocer su voluntad. No es momento de preguntas sino de permanecer en calma ante Dios, de sentir ser mirados, y quedar abrazados a la Palabra que nos salva.
La Luz del Espíritu y la fortaleza de la Palabra nos enseñarán a contemplar las cosas desde Dios y a acoger en la vida lo que es conforme al Evangelio de Jesús.
1- Posición y relajación del cuerpo, en pie, sentados o arrodillados cada uno asumiendo la postura que favorezca más su concentración. Lo importante, independientemente de la posición que se adopte, es colocarnos con la actitud de un ser ante su Creador y Padre, rodeados y acogidos por su fortaleza y ternura y transportados al tiempo eterno.
2- Cerrar los ojos. Calmar toda emoción. Silenciar toda actividad mental discursiva e imaginativa. Alcanzar el máximo de intensidad para, como sugiere el Papa Francisco sentir que “La oración no es magia, sino un confiarse en el abrazo del Padre. Tú debes orar a quien te engendró, al que te dio la vida a ti concretamente”.
3- Desde esa actitud, sintiendo como dice Francisco que “tenemos un Padre cercanísimo que nos abraza”, recitamos el Padrenuestro de forma sentida:
Versión en Latín:
4- A continuación, siguiendo la indicación de nuestro padre San Bernardo que dice que “ésta es la voluntad de Dios: quiere que todo lo tengamos por María”, rezaremos el Ave María.
5- Continuamos centrando la atención dentro de nosotros mismos, en el corazón, tratando de sentir la presencia del Espíritu de Dios en él. Y así, siguiendo el ritmo de la respiración, según el método de Oración Hesicasta decimos interiormente: