Historia de la Orden del Temple

Buena parte de los inicios de la Orden del Temple están guardados aún en la niebla de la historia y son una parte de su fabulosa leyenda a lo largo de los siglos.

Nueve caballeros peregrinos a Tierra Santa, de alguno de los cuales no conocemos prácticamente nada, no regresan a Europa: se quedan en Jerusalén. Bajo la tutela del Patriarca Garmond de Picquigny y con la aprobación del Rey Balduino II van a combatir por la Cruz y en defensa de los peregrinos a Jerusalén.

Hugo de Payens era el caballero principal y será posteriormente su primer Gran Maestre. A Hugo de Payens (también conocido como Hugo de Paganis, noble de la casa de los condes de Champaña) le acompañan Geoffroy de Saint-Omer o Saint-Aumer, el Hermano Roralius, Gaudefride Bisol, Pagan de Mont-Didier, Archambauld de Saint-Anéan (Santo-Aniano), Hugues o Guigues (conde de Champaña), el Hermano Gundemar o Gondemar y André de Montbard (de Borgoña), tío materno de San Bernardo, y del que algunos autores creen haber sido más tarde Gran Maestre de la Orden.

Hacia 1118 se unen en Jerusalén para consagrarse al servicio de Dios, a modo de canónigos regulares, siguiendo la regla de San Agustín y haciendo ante el Patriarca Garmond los tres votos ordinarios (obediencia, pobreza y castidad), añadiendo posteriormente un cuarto voto: defender y preservar los Santos Lugares, así como proteger a los peregrinos.

Pudiera ser que, inicialmente, además del servicio de protección a peregrinos, tuvieran alguna misión también de tipo fiscal: por ejemplo cobro de portazgos. El Rey Balduino II les cedió el ala de su palacio situado en la antigua mezquita de Al-Aqsa, incluidas caballerizas y túneles del Monte del Templo. De ahí su nombre posterior: Templarios. En ese mismo año, la Orden de los Hospitalarios (“Hospitalarios de la Orden de San Lázaro de Jerusalén”) convencidos por Raimundo de Puy, su segundo jefe y quien sería el primero en llevar el título de Gran Maestre, deciden, además de atender enfermos, tomar las armas contra los infieles. Sería un eslabón más para que Hugo de Payens comenzara a diseñar en su cabeza la mayor institución medieval después del Papado y el Imperio: la Orden del Temple. Sus escasos integrantes, por el momento, comienzan viviendo en Jerusalén de las limosnas y de la ropa y comida que les pasan los canónigos regulares y, aunque resulte increíble por el devenir de la historia, los propios Hospitalarios.

 

Hugo de Payens y algunos otros de sus compañeros en el Temple pudieron llegar a Tierra Santa hacia el año 1114 en compañía del conde de Champaña, en una de las sucesivas oleadas que siguieron a la Primera Cruzada.
Vivió en carne propia lo que podía significar cruzar territorios musulmanes en los que la vida, incluso entre los propios musulmanes, valía menos que nada.

 

Se dan y coinciden en el tiempo cuatro personajes que harán posible el comienzo de esta historia: Hugo y sus compañeros, Balduino II, el nuevo Patriarca de Jerusalén (Esteban de Ferté) y Bernardo, abad cisterciense de Clervaux. San Bernardo, que es figura clave para la reconversión, aprobación y consolidación del Temple como Orden de monjes soldados, entra en la historia con el Concilio de Troyes (1128). El misterio – y de ahí una gran parte de la leyenda posterior de tesoros, santos griales, arcas de la alianza etc. – está en qué hicieron estos nueve hombres en esos casi nueve años en los subterráneos de la explanada del Templo y de la mezquita de Al-Aqsa. No hay ningún dato objetivo y fidedigno que pueda darnos pauta cierta sobre este período.

Pasado ese tiempo, Hugo de Payens decide oficializar su institución y para ello le pide una norma de vida (La Regla) al Patriarca Esteban de la Ferté. Este pidió al Papa Honorio II que se la concediese.


El Papa hizo el encargo de la redacción de La Regla a San Bernardo de Claraval, sobrino del templario André de Montbard. Lo hace en el Concilio de Troyes, al que acude el Patriarca de Jerusalén acompañado por Hugo de Payens y Godofredo de Saint Aumer. La conocida elocuencia de San Bernardo y la figura de aquellos hombres vestidos pobremente, que contaban las penurias y penalidades de los cristianos en “ultramar”, hicieron el resto ante el Concilio. Este buen religioso, preocupado hasta el fanatismo por la defensa de la Tierra Santa, vive con gran satisfacción los progresos en los comienzos de la Orden.

La elocuencia de San Bernardo está acostumbraba a superar las dudas y las vacilaciones; por su palabra, los Reyes y los príncipes acudían para recibir de él la Santa Cruz. Se admiraba, no menos que las virtudes de su espíritu, su vida austera y piadosa, tan diferente de la vida al uso en aquella época. Presenta la decisión de los Caballeros del Temple como una gracia particular de Dios. En una carta al Patriarca de Jerusalén, le recomendaba que cuidara de estos Hermanos que combatían por la Iglesia y que les abriera su corazón y su piedad.

Durante los diez primeros años de su existencia, la institución contó sólo con los nueve miembros; pero desde el día en que el Sumo Pontífice la regularizó, hizo numerosas admisiones y se convirtió en propietaria de bienes considerables. De inmediato, tuvo enseguida trescientos caballeros.

En este mismo año (1128), Hugo de Payens se desplaza a Normandía para saludar al Rey de Inglaterra, Enrique I, que lo recibió con aprecio y lo colma de regalos. Hugo le cuenta la historia de su joven Orden y la historia de los cristianos en Palestina: habló tan bien que el monarca abrió sus tesoros y lo envió a su reino en las islas, donde los notables lo acogieron con los brazos abiertos. Acababa de internacionalizarse la Orden del Temple; acababa de comenzar la leyenda de sus tesoros infinitos.