Dios ama la justicia y la paz Comienza el Adviento, un tiempo de preparación para recibir y acoger la presencia de Dios hecho hombre en medio de nosotros. El Dios cercano que habita y comparte su vida con los hombres. Y las lecturas de hoy con este relato de Isaías, nos llenan de esperanza. El profeta describe una visión escatológica donde todo confluye hacia el monte del Señor. El monte como lugar de encuentro entre Dios y la humanidad, lugar de manifestación de la grandeza de Dios, espacio para que Dios nos instruya en sus caminos y sigamos sus sendas. Hacia allí ve el profeta dirigirse a todas las naciones, los pueblos numerosos, porque allí se ubica la morada de Dios, la casa del Dios de Jacob. El profeta pregona a sus oyentes lo que representa la Jerusalén del Templo de Dios. El culto y los sacrificios se inscriben en esta perspectiva. La ley y la palabra del Señor se cumplirán al final de los días, pero hoy también nos pide nuestro Dios el mismo compromiso y la misma disposición. Caminar en la luz del Señor supone trabajar por la paz y la justicia, por la fraternidad y la hermandad. Transformar las espadas en arados, y las lanzas en podaderas significa hacer presente los caminos de Dios, crear un mundo mejor, una ciudad de Dios. Olvidar los rencores y las peleas, renegar de las guerras que deshumanizan y destruyen a la población. Ese es el monte del Señor, la casa universal donde todos cavemos y a la que estamos todos convocados. A ella nos acercamos con la alegría y seguridad de estar en la presencia de Dios. Con fe seguimos los caminos del Señor Lo que Jesús nos pide insistentemente es tener fe. En numerosos pasajes de los evangelios vemos esa reclamación: Hombres de poca fe. Y en el evangelio de hoy, Mateo nos narra la fe del centurión en el encuentro con Jesús. “Mi siervo está paralítico en cama y sufre mucho”, le presenta el centurión a Jesús. Cuando Jesús le contesta: “Voy yo a curarlo”, las palabras del centurión sorprenden al Señor: “¿Quién soy yo para que entres en mi casa? Y Jesús, admirado, añade: “En Israel no he encontrado en nadie tanta fe”. La moraleja está clara, tenemos tan poca confianza en que Jesús nos escucha y nos acompaña, que nuestras súplicas se quedan siempre suspendidas de nuestros miedos. No somos capaces de acercarnos confiados a pedir que el Señor realice las urgencias que necesitamos. Y no somos valientes a pedir, porque no estamos dispuestos a seguir el compromiso que nuestra oración puede implicarnos. Aquello de a Dios rogando y con el mazo dando, nos retrae de pedir a Dios por nosotros y nuestros vecinos. No pedimos porque la fe exige compromiso, supone implicarse en hacer presente a ese Jesús de la ciudad de Dios, a ese Cristo de la paz y la justicia. Ser valientes como el centurión, para pedir por el hermano necesitado, enfermo o marginado que está en nuestro camino requiere fe y compromiso. Fe en que el Señor nos acompaña en la tarea de recuperar a nuestro hermano y que Él suple nuestras carencias. Y compromiso para sacar adelante y proveer las necesidades que detectamos y nos sangran. Fe, toda la fe del mundo para acercarnos humildemente al Señor y decirle como el padre del niño endemoniado del evangelio de Marcos: Señor yo creo pero aumenta mi fe. Dame valor y coraje para hacer presente tu Reino y tu evangelio en este mundo, aumente mi fe y la confianza de que Tú nos acompañas siempre. Nos ponemos en las manos del Señor porque Él es nuestra esperanza, y caminamos hacia Él.
Acepta la mirada del Dios que te ama. Acepta tus nuevos ojos para mirar al ser humano, al mundo, para verle a él y conocer su voluntad. No es momento de preguntas sino de permanecer en calma ante Dios, de sentir ser mirados, y quedar abrazados a la Palabra que nos salva.
La Luz del Espíritu y la fortaleza de la Palabra nos enseñarán a contemplar las cosas desde Dios y a acoger en la vida lo que es conforme al Evangelio de Jesús.
1- Posición y relajación del cuerpo, en pie, sentados o arrodillados cada uno asumiendo la postura que favorezca más su concentración. Lo importante, independientemente de la posición que se adopte, es colocarnos con la actitud de un ser ante su Creador y Padre, rodeados y acogidos por su fortaleza y ternura y transportados al tiempo eterno.
2- Cerrar los ojos. Calmar toda emoción. Silenciar toda actividad mental discursiva e imaginativa. Alcanzar el máximo de intensidad para, como sugiere el Papa Francisco sentir que “La oración no es magia, sino un confiarse en el abrazo del Padre. Tú debes orar a quien te engendró, al que te dio la vida a ti concretamente”.
3- Desde esa actitud, sintiendo como dice Francisco que “tenemos un Padre cercanísimo que nos abraza”, recitamos el Padrenuestro de forma sentida:
Versión en Latín:
4- A continuación, siguiendo la indicación de nuestro padre San Bernardo que dice que “ésta es la voluntad de Dios: quiere que todo lo tengamos por María”, rezaremos el Ave María.
5- Continuamos centrando la atención dentro de nosotros mismos, en el corazón, tratando de sentir la presencia del Espíritu de Dios en él. Y así, siguiendo el ritmo de la respiración, según el método de Oración Hesicasta decimos interiormente: