Gracia y misericordia El libro de Daniel, obra compleja escrita en tres lenguas, hebreo, arameo y griego, inaugura un nuevo género literario en el Antiguo Testamento, que luego heredará el último libro de nuestra biblia: la apocalíptica. El tema del libro, la entrada y el ascenso de un israelita en una corte extranjera, es un tema bien conocido desde José, hijo de Jacob (Gn 37,2-50,26); en ambos casos, José y Daniel, el protagonista pasa de ser un esclavo o cautivo de guerra a ascender y promocionar en la corte por su sabiduría e interpretación de los sueños, llegando a tener gran relevancia e influencia en el nuevo país. Pero, para eso ha de superar una prueba, que en el caso de José es la seducción de una mujer y en el caso de Daniel, un tema alimenticio. En medio de la invasión cultural helenística, el tema de la dieta se había convertido en tiempo del autor (165 a.C.) en una observancia religiosa diferenciadora, una especie de signo identificativo, hasta el punto de que muchos judíos llegaron a hacer de tal observancia un símbolo de la fidelidad a Dios (2 Mc 6-7), o lo que es lo mismo, su incumplimiento se traducía en infidelidad al Señor. La observancia dietética se convierte para Daniel y sus amigos en un signo de su confesión religiosa en un contexto adverso y hostil a la religión judía. Dios, como premio a su fidelidad, les concede los dones más preciados como un día a Salomón (1 Re 3,1-14), algo que ni la polilla lo roe, ni los ladrones se lo llevan (Mt 6,19): inteligencia, comprensión de cualquier escritura, y sabiduría. Nosotros no tenemos una dieta vinculada a nuestro ser cristiano (exceptuando los ayunos y el pequeño signo de abstinencia de comer carne los viernes de cuaresma), sin embargo, este texto de Daniel nos interroga cuáles son los signos con los que hoy confesamos la fe, qué gestos o qué palabras se convierten en visibilización en medio de esta sociedad secular de nuestra identidad como seguidores de Jesús de Nazaret, el único Señor de nuestra vida.
Acepta la mirada del Dios que te ama. Acepta tus nuevos ojos para mirar al ser humano, al mundo, para verle a él y conocer su voluntad. No es momento de preguntas sino de permanecer en calma ante Dios, de sentir ser mirados, y quedar abrazados a la Palabra que nos salva.
La Luz del Espíritu y la fortaleza de la Palabra nos enseñarán a contemplar las cosas desde Dios y a acoger en la vida lo que es conforme al Evangelio de Jesús.
1- Posición y relajación del cuerpo, en pie, sentados o arrodillados cada uno asumiendo la postura que favorezca más su concentración. Lo importante, independientemente de la posición que se adopte, es colocarnos con la actitud de un ser ante su Creador y Padre, rodeados y acogidos por su fortaleza y ternura y transportados al tiempo eterno.
2- Cerrar los ojos. Calmar toda emoción. Silenciar toda actividad mental discursiva e imaginativa. Alcanzar el máximo de intensidad para, como sugiere el Papa Francisco sentir que “La oración no es magia, sino un confiarse en el abrazo del Padre. Tú debes orar a quien te engendró, al que te dio la vida a ti concretamente”.
3- Desde esa actitud, sintiendo como dice Francisco que “tenemos un Padre cercanísimo que nos abraza”, recitamos el Padrenuestro de forma sentida:
Versión en Latín:
4- A continuación, siguiendo la indicación de nuestro padre San Bernardo que dice que “ésta es la voluntad de Dios: quiere que todo lo tengamos por María”, rezaremos el Ave María.
5- Continuamos centrando la atención dentro de nosotros mismos, en el corazón, tratando de sentir la presencia del Espíritu de Dios en él. Y así, siguiendo el ritmo de la respiración, según el método de Oración Hesicasta decimos interiormente: