La semana pasada asistíamos a la quema en la hoguera de nuestro último Gran Maestre Jacques Demolay y a la persecución, tortura y asesinato de cientos de Hermanos Templarios inocentes, acusados falsamente por ambición humana de un Rey y un Papa. Dichos crímenes siguen hoy sin ser reconocidos y subsanados. Acordémonos y recemos por todos ellos, así como perdonemos a los culpables de tal masacre y pidamos a Dios que La Orden sea reconocida por quienes la acusaron. Esta semana la parábola del “Hijo Pródigo” vuelve a invitarnos a la reflexión personal, y está ligada a la reflexión de la semana pasada sobre nuestra conversión. Desde que nacemos somos Espíritu de Dios, pero a la vez tenemos nuestra condición humana. Rápidamente, cuando crecemos comienza en nosotros una lucha, una dualidad entre Dios, lo espiritual, el mensaje de Cristo, el Reino de Dios, y lo humano, lo mundano, lo que podríamos denominar “el infierno” y debemos ir tomando posiciones ante ambas para encontrar nuestro equilibrio. Nuestro entorno desde niños nos adiestra en lo mundano, y así potenciamos nuestro ego, nuestras ambiciones, nuestra competitividad, nuestras pasiones, nuestros vicios, nuestros ídolos, nuestras ansias de poder, cultivamos nuestros cuerpos, somos esclavos de la moda, de la imagen, del consumismo etc… lo que denominamos el infierno ya que nos hace esclavos de todo ello, nos enferma y hasta llegamos a dar la vida y morir por ello, y nos apartamos así y abandonamos nuestra verdadera vida espiritual, nuestra paz, nuestro silencio, nuestro desierto, nuestra búsqueda y relación con Dios, el mensaje de Jesucristo y en resumidas cuentas El Reino de Dios “el cielo”. Somos como el hijo pródigo que abandona al Padre desde temprana edad, desde que poseemos lo más mínimo y nos sentimos autosuficientes para guiar nuestra vida y no necesitamos del Padre. Desgraciadamente ocurre desde temprana edad, antes incluso de que seamos capaces de cultivar nuestra espiritualidad y de ser conscientes de ello. Ahora bien, nunca es tarde. Nos dice el evangelio que el hijo pródigo entrando en sí mismo, dentro de sí recapacitó, se encontró, se arrepintió, renunció al infierno y fue a pedir perdón al padre. Dios nos dice qué debemos hacer. Está en nuestras manos. Él nos espera con los brazos abiertos y no nos pide explicaciones. Nos perdona, nos acoge, nos espera y nos da la bienvenida. En contraposición la figura del hermano, siempre sumiso obediente, cumpliendo las normas pero que no se ha enterado de nada. En el fondo su corazón es duro, egoísta, siente envidia. El primero vuelve al padre tras encontrarse consigo mismo, desde la sinceridad, el arrepentimiento, la reflexión y el auto convencimiento. El segundo está con el padre desde la costumbre, la comodidad, el interés personal y la complacencia, sin haberse encontrado así misimo. Sin embargo el Padre acoge y ama a los dos por igual.
En aquel tiempo, se acercaban a Jesús todos los publicanos y los pecadores para oírle. Y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: Éste acoge a los pecadores y come con ellos. Jesús les dijo esta parábola: Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo al padre: "Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde." Y él les repartió la herencia. Pocos días después el hijo menor lo reunió todo y se marchó a un país lejano donde malgastó su herencia viviendo como un libertino. «Cuando hubo gastado todo, sobrevino un hambre extrema en aquel país, y comenzó a pasar necesidad. Entonces, fue y se ajustó con uno de los ciudadanos de aquel país, que le envió a sus fincas a apacentar puercos. Y deseaba llenar su vientre con las algarrobas que comían los puercos, pero nadie se las daba. Y entrando en sí mismo, dijo: "¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre! Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros." Y, levantándose, partió hacia su padre. «Estando él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente. El hijo le dijo: "Padre, pequé contra el cielo y ante ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo." Pero el padre dijo a sus siervos: "Traed aprisa el mejor vestido y vestidle, ponedle un anillo en su mano y unas sandalias en los pies. Traed el novillo cebado, matadlo, y comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado". Y comenzaron la fiesta. Su hijo mayor estaba en el campo y, al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música y las danzas; y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Él le dijo: "Ha vuelto tu hermano y tu padre ha matado el novillo cebado, porque le ha recobrado sano." Él se irritó y no quería entrar. Salió su padre, y le suplicaba. Pero él replicó a su padre: "Hace tantos años que te sirvo, y jamás dejé de cumplir una orden tuya, pero nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos; ¡ahora que ha venido ese hijo tuyo, que ha devorado tu herencia con prostitutas, has matado para él el novillo cebado!" Pero él le dijo: "Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado."
Jesús nos muestra cómo Dios da libertad al hijo pequeño y nos da libertad para alejarnos, marcharnos y abandonarle, y no juzga nuestro pasado cuando queramos volver. Es el hermano, el yo humano el que enjuicia dichos comportamientos pasados.
Dios no distingue entre justos y pecadores. Como una madre ama a sus dos hijos por igual. Debemos saber reconocer el amor de Dios aplicado de distinta manera en cada uno de los dos hijos.
Esta parábola invita a la reflexión personal desde el desierto, desde lo profundo, al análisis de nosotros mismos, a la búsqueda de nuestro yo verdadero eliminando nuestro yo humano.
Acepta la mirada del Dios que te ama. Acepta tus nuevos ojos para mirar al ser humano, al mundo, para verle a él y conocer su voluntad. No es momento de preguntas sino de permanecer en calma ante Dios, de sentir ser mirados, y quedar abrazados a la Palabra que nos salva.
La Luz del Espíritu y la fortaleza de la Palabra nos enseñarán a contemplar las cosas desde Dios y a acoger en la vida lo que es conforme al Evangelio de Jesús.
1- Posición y relajación del cuerpo, en pie, sentados o arrodillados cada uno asumiendo la postura que favorezca más su concentración. Lo importante, independientemente de la posición que se adopte, es colocarnos con la actitud de un ser ante su Creador y Padre, rodeados y acogidos por su fortaleza y ternura y transportados al tiempo eterno.
2- Cerrar los ojos. Calmar toda emoción. Silenciar toda actividad mental discursiva e imaginativa. Alcanzar el máximo de intensidad para, como sugiere el Papa Francisco sentir que “La oración no es magia, sino un confiarse en el abrazo del Padre. Tú debes orar a quien te engendró, al que te dio la vida a ti concretamente”.
3- Desde esa actitud, sintiendo como dice Francisco que “tenemos un Padre cercanísimo que nos abraza”, recitamos el Padrenuestro de forma sentida:
Versión en Latín:
4- A continuación, siguiendo la indicación de nuestro padre San Bernardo que dice que “ésta es la voluntad de Dios: quiere que todo lo tengamos por María”, rezaremos el Ave María.
5- Continuamos centrando la atención dentro de nosotros mismos, en el corazón, tratando de sentir la presencia del Espíritu de Dios en él. Y así, siguiendo el ritmo de la respiración, según el método de Oración Hesicasta decimos interiormente: