La mano de Dios se hace presente siempre en nuestras vidas El episodio de Susana y los ancianos, que aparece al final de los escritos del último de los profetas mayores, Daniel, nos narra una historia de intriga, morbo e injusticia. Susana, la esposa bellísima de Joaquín, es acosada por dos ancianos, jueces ilustres de aquella sociedad, mientras intenta darse un baño y relajarse en el jardín privado de su casa. Los ancianos que ya espiaban sus movimientos y acechaban su intimidad, interrumpen su baño, le hacen proposiciones deshonestas y, al ser rechazados, la chantajean con acusaciones que le supondrían la condena a muerte. Susana se ve sin salida, pero elige caer en sus perjurios antes que pecar contra Dios. Susana es condenada a muerte. Pero Dios despierta el espíritu de santidad de un chiquillo llamado Daniel para hacer justicia. Interrogando por separado a cada uno de los ancianos, que caen en contradicción, rehabilita a Susana. Y así se salvó una vida inocente, termina el relato. Es un final feliz para una situación de injusticia y prevaricación. Es un final que contrapone la justicia de Dios con la injusticia de los hombres, con el abuso de poder y la prepotencia de algunos que supeditan la justicia a sus caprichos, satisfacciones o privilegios. Es sobre todo, la benevolencia de Dios que no abandona a quien le es fiel y antepone su fidelidad al Señor a sus temores e incluso a su propia vida. Susana se convierte así en un referente para todos los creyentes, para reivindicar la virtud por encima del interés o del propio afianzamiento. Susana es ejemplo de virtud, de fe y confianza en el Señor. Jesús perdona nuestros pecados y acompaña nuestras debilidades Este relato de Juan sobre la mujer sorprendida en fragante delito de adulterio, pone a Jesús nuevamente ante el conflicto con la Ley y los fariseos. Jesús es un incordio para los estamentos del poder político y religioso de los judíos. Por eso intentan ponerle trampas. “La Ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras: tú ¿qué dices?” le preguntan. Jesús, como en el relato del tributo al César, donde apela a la imagen que refleja la moneda, podría haber recurrido al Sanedrín, que era quien tenía atributos para sentenciar estos delitos. Podía haberse abstenido del confrontamiento. Pero en lugar de esconderse o rehuir su compromiso, se compadece de la mujer pecadora a la que ha perdonado sin prejuzgarla. “El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra”. Porque Jesús no ha venido a juzgar ni a condenar, sino a traer la salvación. Así, ante este reto todos fueron retirándose, empezando por los mayores, hasta el último. Y Jesús perdona a la mujer: Tampoco yo te condeno.: “Anda, y en adelante no peques más”. Él se compadece del pecador, conoce la debilidad del ser humano, y como Dios mismo, quiere y busca la conversión del pecador para que por su arrepentimiento, llegue a la vida. No nos corresponde a nosotros ser jueces de los actos de los demás, porque sólo Dios conoce el interior de las personas. El nos enseña a ser condescendientes, tolerantes y generosos con los demás. Nos invita a tener un corazón compasivo y misericordioso. Dios nos brinda la oportunidad de difundir el amor y la amistad, de disfrutar y promover el gozo del perdón y la reconciliación, de abrirnos al hombre nuevo, solidarios, capaz de paz y de esperanza. El hombre convertido, como el buen ladrón, que recibe la bendición de la salvación: “hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Seamos instrumentos de paz y concordia y no de confrontación y prejuicio.
Acepta la mirada del Dios que te ama. Acepta tus nuevos ojos para mirar al ser humano, al mundo, para verle a él y conocer su voluntad. No es momento de preguntas sino de permanecer en calma ante Dios, de sentir ser mirados, y quedar abrazados a la Palabra que nos salva.
La Luz del Espíritu y la fortaleza de la Palabra nos enseñarán a contemplar las cosas desde Dios y a acoger en la vida lo que es conforme al Evangelio de Jesús.
1- Posición y relajación del cuerpo, en pie, sentados o arrodillados cada uno asumiendo la postura que favorezca más su concentración. Lo importante, independientemente de la posición que se adopte, es colocarnos con la actitud de un ser ante su Creador y Padre, rodeados y acogidos por su fortaleza y ternura y transportados al tiempo eterno.
2- Cerrar los ojos. Calmar toda emoción. Silenciar toda actividad mental discursiva e imaginativa. Alcanzar el máximo de intensidad para, como sugiere el Papa Francisco sentir que “La oración no es magia, sino un confiarse en el abrazo del Padre. Tú debes orar a quien te engendró, al que te dio la vida a ti concretamente”.
3- Desde esa actitud, sintiendo como dice Francisco que “tenemos un Padre cercanísimo que nos abraza”, recitamos el Padrenuestro de forma sentida:
Versión en Latín:
4- A continuación, siguiendo la indicación de nuestro padre San Bernardo que dice que “ésta es la voluntad de Dios: quiere que todo lo tengamos por María”, rezaremos el Ave María.
5- Continuamos centrando la atención dentro de nosotros mismos, en el corazón, tratando de sentir la presencia del Espíritu de Dios en él. Y así, siguiendo el ritmo de la respiración, según el método de Oración Hesicasta decimos interiormente: