Es una tradición que surge del protoevangelio de Santiago y que fue impuesta a toda la iglesia por el Papa Sixto V. Este relato cuenta que cuando la Virgen María era muy niña sus padres San Joaquín y Santa Ana la llevaron al templo de Jerusalén y allá la dejaron por un tiempo, junto con otro grupo de niñas, para ser instruida muy cuidadosamente respecto a la religión y a todos los deberes para con Dios.
Esta celebración cierra el año litúrgico, ya que al domingo siguiente comienza el Adviento. La fiesta de Cristo Rey fue instaurada por el Papa Pío XI en 1925. El Papa quiso motivar a los católicos a reconocer en público que el mandatario de la Iglesia es Cristo Rey. Jesús no es el Rey de un mundo de miedo, mentira y pecado, Él es el Rey del Reino de Dios que trae y al que nos conduce.
El año litúrgico de tiempo ordinario termina. La próxima semana iniciaremos el Adviento y preparación de la llegada y nacimiento de Jesús. Debemos reflexionar sobre nuestra vida, sobre todo lo realizado este año y plantearnos la preparación de nuestro nuevo nacimiento, como dice San Juan, aprovechando la venida de Jesús. Para alcanzar el Reino de los Cielos debemos morir y volver a nacer…
Pilato volvió a entrar en su palacio, mandó traer a Jesús y le preguntó: ¿Eres tú el Rey de los judíos?
Contestó Jesús: ¿Me haces esa pregunta por tu cuenta o te la han sugerido otros?
Pilato replicó: ¿Acaso soy yo judío? Son los de tu propia nación y los jefes de los sacerdotes los que te han entregado a mí. ¿Qué es lo que has hecho?
Jesús respondió: Mi Reino no es de este mundo. Si lo fuera, mis servidores habrían luchado para librarme de los judíos. Pero no, mi Reino no es de este mundo.
Pilato insistió: Entonces ¿eres rey?
Jesús le respondió: Soy rey, como tú dices. Y mi misión consiste en dar testimonio de la verdad. Precisamente para eso nací y para eso vine al mundo. Todo el que ama la verdad escucha mi voz.
Jesús responde sin tapujos a la pregunta de si es rey. Su reinado no es como el que había en aquél entonces. El reina con justicia, paz y verdad. No impone, no fuerza, no obliga, sino que invita, contagia, predica con el ejemplo.
Jesús enfrenta el reinado humano de Pilato a su reinado. El reinado de Jesús es un reinado de servicio, de entrega, de amor, de compasión, entregando su vida por los demás. Reina desde la cruz con amor y paz. No quiere someter a nadie, ni actúa con violencia e injusticia. Nos ofrece el camino de la libertad.
Señor Jesús, Rey del Universo, desde la cruz nos muestras y recuerdas el sentido de tu reinado y queremos adorarte, alabarte y contemplarte.
Acepta la mirada del Dios que te ama. Acepta tus nuevos ojos para mirar al ser humano, al mundo, para verle a él y conocer su voluntad. No es momento de preguntas sino de permanecer en calma ante Dios, de sentir ser mirados, y quedar abrazados a la Palabra que nos salva.
La Luz del Espíritu y la fortaleza de la Palabra nos enseñarán a contemplar las cosas desde Dios y a acoger en la vida lo que es conforme al Evangelio de Jesús.
1- Posición y relajación del cuerpo, en pie, sentados o arrodillados cada uno asumiendo la postura que favorezca más su concentración. Lo importante, independientemente de la posición que se adopte, es colocarnos con la actitud de un ser ante su Creador y Padre, rodeados y acogidos por su fortaleza y ternura y transportados al tiempo eterno.
2- Cerrar los ojos. Calmar toda emoción. Silenciar toda actividad mental discursiva e imaginativa. Alcanzar el máximo de intensidad para, como sugiere el Papa Francisco sentir que “La oración no es magia, sino un confiarse en el abrazo del Padre. Tú debes orar a quien te engendró, al que te dio la vida a ti concretamente”.
3- Desde esa actitud, sintiendo como dice Francisco que “tenemos un Padre cercanísimo que nos abraza”, recitamos el Padrenuestro de forma sentida:
Versión en Latín:
4- A continuación, siguiendo la indicación de nuestro padre San Bernardo que dice que “ésta es la voluntad de Dios: quiere que todo lo tengamos por María”, rezaremos el Ave María.
5- Continuamos centrando la atención dentro de nosotros mismos, en el corazón, tratando de sentir la presencia del Espíritu de Dios en él. Y así, siguiendo el ritmo de la respiración, según el método de Oración Hesicasta decimos interiormente: