En el comienzo del libro de Job nos lo presenta como un
hombre justo y bueno, cumplidor de la Ley en toda su
amplitud.
Un día en que los ángeles se presentaban a Dios, entre ellos
estaba Satanás, que venía de dar vueltas por la tierra y el
Señor le inquiere si se había fijado en Job, ya que hay pocos
en la tierra tan honrados como él. El diablo porfía a Dios a
que, ya que Job ha sido protegido por Dios en todas sus
cosas, si le aconteciera la fatalidad, seguro que maldeciría al
Señor, y éste le responde “haz lo que quieras con sus cosas
pero a él no lo toques”.
El diablo arrojó sobre Job toda serie de males a sus
posesiones, robándole sus ganados de bueyes y camellos, un
rayo arrolló y quemó a sus ovejas y pastores, e incluso un
huracán derribó la casa donde se encontraban los hijos e
hijas de Job matándolos.
Ante las desgracias acaecidas Job no se sumió en la
desesperación, sí que lo invadió la tristeza, pero aceptó su
desgracia sin renegar de la misericordia de Dios, sino al
contrario, aceptó lo que le acontecía bendiciendo a Dios: “El
Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; bendito sea el nombre
del Señor”.
La aceptación del devenir de la vida cuando nos ruedan mal
las cosas, hace que nos empeñemos, en muchas ocasiones,
en buscar responsables en los otros, siendo incapaces de
aceptar que, en algunos casos, la causa está en nosotros
mismos, y ante las desgracias importantes, las achacamos a
Dios porque ha sido capaz de permitir que ocurriera, aunque
en ocasiones el desenlace era inevitable; y nos hundimos en
la desesperación y el desánimo.
La actitud que nos presenta Job es la contraria, asume su
situación e intenta por todos los medios salir de ella,
confiando totalmente en Dios, dirigiéndose a Él como nos
refiere el salmo 16: “Yo te invoco porque Tú me respondes,
Dios mío, inclina tu oído y escucha mis palabras”.
Job tiene muy claro que si salió desnudo del vientre de su
madre, cuando llegue el momento, desnudo volverá a él, o
sea, que nada de lo bueno o de lo malo que ha tenido, le
impedirá alabar por siempre al Señor.
El que no está contra vosotros, está a favor vuestro
Lucas finaliza el capítulo 9 de su evangelio, presentándonos
una situación tremendamente humana; los apóstoles
discutiendo quien era el más importante entre ellos.
¡En cuantas ocasiones queremos ser más que los demás! Los
más altos, los más guapos, los más inteligentes, los más
buenos, en fin, los mejores en todo. Nuestro afán de
protagonismo no tiene límite, estar por encima de todo el
mundo, y no queremos asumir que lo más importante en la
vida es vivirla con naturalidad, aceptando nuestras carencias
e intentando superarlas, y poniendo nuestras virtudes al
servicio de los demás.
La actitud de Jesús ante esta situación es decisiva, pone a un
niño en medio de ellos y les invita a ser sencillos y humildes
como el niño, pues así el más pequeño será el más
importante, ya que el ejemplo que les pone no admite
discusión: “el que acoge a este niño en mi nombre, me acoge a
mí, y el que me acoge a mí, acoge al que me ha enviado”.
Olvidemos personalismos y orgullo mal entendido y
asumamos la humildad como parte esencial de nuestra vida;
olvidemos el querer ser el “ombligo del mundo”, es decir, el
centro del universo, y no creamos que somos los escogidos y
aceptemos que los otros tengan tanto o más méritos que
nosotros mismos.
La respuesta de Jesús a Juan cuando intentaban impedir que
alguien echara demonios en su nombre, porque “no era de los
nuestros”, es inflexible: el que no está contra vosotros, está en
favor vuestro. Dejemos, pues, de ampararnos en “los
nuestros” y abramos nuestro corazón a todos, pues como dice
la escritura, Dios envía la lluvia a malos y buenos, y el sol
brilla para todos.
¿Vamos a ser nosotros más que Dios?
¿Soy capaz de aceptar mi situación cuando me vienen mal
dadas?
¿Busco responsabilidades fuera de mí o asumo mi propia
responsabilidad?
¿Consideramos que en “los nuestros” está la auténtica verdad?
Estos Evangelios y reflexión han sido extraídos de “Dominicos”, hecho público en
https://www.dominicos.org/predicacion/evangelio-del-dia/ 26-9-2022/ Dominicos
Acepta la mirada del Dios que te ama. Acepta tus nuevos ojos para mirar al ser humano, al mundo, para verle a él y conocer su voluntad. No es momento de preguntas sino de permanecer en calma ante Dios, de sentir ser mirados, y quedar abrazados a la Palabra que nos salva.
La Luz del Espíritu y la fortaleza de la Palabra nos enseñarán a contemplar las cosas desde Dios y a acoger en la vida lo que es conforme al Evangelio de Jesús.
1- Posición y relajación del cuerpo, en pie, sentados o arrodillados cada uno asumiendo la postura que favorezca más su concentración. Lo importante, independientemente de la posición que se adopte, es colocarnos con la actitud de un ser ante su Creador y Padre, rodeados y acogidos por su fortaleza y ternura y transportados al tiempo eterno.
2- Cerrar los ojos. Calmar toda emoción. Silenciar toda actividad mental discursiva e imaginativa. Alcanzar el máximo de intensidad para, como sugiere el Papa Francisco sentir que “La oración no es magia, sino un confiarse en el abrazo del Padre. Tú debes orar a quien te engendró, al que te dio la vida a ti concretamente”.
3- Desde esa actitud, sintiendo como dice Francisco que “tenemos un Padre cercanísimo que nos abraza”, recitamos el Padrenuestro de forma sentida:
Versión en Latín:
4- A continuación, siguiendo la indicación de nuestro padre San Bernardo que dice que “ésta es la voluntad de Dios: quiere que todo lo tengamos por María”, rezaremos el Ave María.
5- Continuamos centrando la atención dentro de nosotros mismos, en el corazón, tratando de sentir la presencia del Espíritu de Dios en él. Y así, siguiendo el ritmo de la respiración, según el método de Oración Hesicasta decimos interiormente: