El domingo pasado asistíamos al comienzo de la actividad misionera de Jesús, en
la escena del Bautismo. Antes de que le veamos en acción -hablando, curando, acogiendo,
anunciando...- el Bautista nos hace una presentación de Jesús dándonos su testimonio
personal sobre él. Y usa una expresión que conocemos bien, pues la repetimos en cada
Eucaristía: «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo». ¿Por qué la Iglesia ha
querido situar estas palabras del Bautista precisamente antes de comulgar?
Nunca en todo el Antiguo Testamento una persona había sido llamada “cordero de
Dios”. El Bautista podría haber usado otros términos más familiares para sus oyentes:
pastor, rey, juez... Pero sabía que, al nombrar al cordero, recordarían inmediatamente al
«cordero pascual», cuya sangre sobre los dinteles de las casas en aquella noche de
Pascua en Egipto había librado a sus padres esclavos del Faraón de la masacre del ángel
exterminador de la décima plaga.
El Bautista intuye el destino de Jesús: un día sería inmolado como aquel cordero,
y su sangre quitaría a las fuerzas del mal la capacidad de hacer daño. Su sacrificio libraría
al hombre del pecado y de la muerte.
Hay una segunda alusión en las palabras del Bautista. Todo israelita conocía bien las
profecías del libro de Isaías, donde se describe el castigo y el fin vergonzoso del Siervo del
Señor - hoy hemos leído uno de sus fragmentos-. De él dice el profeta: “fue llevado como
cordero al matadero, como una oveja que permanece muda cuando la esquilan…ha
sido contado entre los pecadores, cuando llevaba sobre sí el pecado de muchos e
intercedía por los pecadores” (Is 53,7.12). En este texto la imagen del cordero es
asociada a la destrucción del pecado. Jesús –profetiza el Bautista– tomará sobre sí todas
las debilidades, todas las miserias, toda la maldad de los hombres, y con su mansedumbre
y con la ofrenda de su vida, las aniquilará. No se trata de un simple perdón, o de unas
curaciones, o de unos arreglos parciales por las meteduras de pata (o pecados) que a
menudo cometemos los seres humanos, unas más graves que otras. Sino que introducirá
en el mundo un dinamismo nuevo, una fuerza irresistible –su Espíritu– que llevará los
hombres al bien y a la vida. Es un cambio radical: el mal, el sufrimiento, el pecado, la
muerte ya no tendrán nada que hacer con nosotros, quedaremos definitivamente liberados,
como aquella noche pascual en que Israel pudo escapar de tanto dolor y tanta penuria en
su esclavitud.
Hay una tercera resonancia bíblica en las palabras del Bautista: el cordero del sacrificio de
Abraham. Isaac mientras caminaba junto a su padre hacia el monte Moria, pregunta: “he
aquí el fuego y la leña, pero ¿dónde está el cordero para el sacrificio? Abraham
responde: “Dios mismo proveerá el cordero” (Gn. 22,7-8).
“¡He aquí el cordero de Dios!” –responde ahora el Bautista– es Jesús, entregado
por Dios al mundo para ser sacrificado. Como Isaac (Gn 22,1-18), él es ahora Hijo único, el
bien Amado, aquel que lleva la leña dirigiéndose al lugar del sacrificio, pero es Jesús
quien, libremente y por amor, se entrega al Padre para ser amarrado sobre el altar de la
cruz.
Hermano templario: El Señor te ha hecho luz de las naciones para que ilumines los
oscuros caminos de los hombres y los hagas luminosos y seguros. Por eso repite esta
semana muchas veces con el salmo: “Aquí estoy Señor para hacer tu voluntad”. En la
Oración, en la Eucaristía, en la lectura de la Palabra irás descubriendo lo que Dios quiere
de ti, que es siempre un destino de plenitud y felicidad, y encontraras la fuerza para
cumplirla. Arriésgate y confía en Tu Señor.
NNDNN
+ Fr. Juan Antonio Sanesteban Díaz, Pbro.
Acepta la mirada del Dios que te ama. Acepta tus nuevos ojos para mirar al ser humano, al mundo, para verle a él y conocer su voluntad. No es momento de preguntas sino de permanecer en calma ante Dios, de sentir ser mirados, y quedar abrazados a la Palabra que nos salva.
La Luz del Espíritu y la fortaleza de la Palabra nos enseñarán a contemplar las cosas desde Dios y a acoger en la vida lo que es conforme al Evangelio de Jesús.
1- Posición y relajación del cuerpo, en pie, sentados o arrodillados cada uno asumiendo la postura que favorezca más su concentración. Lo importante, independientemente de la posición que se adopte, es colocarnos con la actitud de un ser ante su Creador y Padre, rodeados y acogidos por su fortaleza y ternura y transportados al tiempo eterno.
2- Cerrar los ojos. Calmar toda emoción. Silenciar toda actividad mental discursiva e imaginativa. Alcanzar el máximo de intensidad para, como sugiere el Papa Francisco sentir que “La oración no es magia, sino un confiarse en el abrazo del Padre. Tú debes orar a quien te engendró, al que te dio la vida a ti concretamente”.
3- Desde esa actitud, sintiendo como dice Francisco que “tenemos un Padre cercanísimo que nos abraza”, recitamos el Padrenuestro de forma sentida:
Versión en Latín:
4- A continuación, siguiendo la indicación de nuestro padre San Bernardo que dice que “ésta es la voluntad de Dios: quiere que todo lo tengamos por María”, rezaremos el Ave María.
5- Continuamos centrando la atención dentro de nosotros mismos, en el corazón, tratando de sentir la presencia del Espíritu de Dios en él. Y así, siguiendo el ritmo de la respiración, según el método de Oración Hesicasta decimos interiormente: