“Dios no hizo la muerte ni goza destruyendo a los vivientes”. Porque Dios creó
al hombre a su imagen y semejanza, y lo hizo partícipe de la inmortalidad divina;
pero el poder del pecado lo sedujo, y con el pecado del hombre vino la muerte.
Y, como siempre, Dios no nos abandona. Cuando el hombre se aleja de su
Creador, Él siempre encuentra una salida para no abandonarnos a nuestra
suerte. El nuevo Adán salvador es Jesucristo. Por El hemos sido salvados de la
muerte cuantos creemos en Él y practicamos la justicia.
“Mira −dice Moisés al pueblo− hoy pongo delante de ti la vida y la felicidad, la
muerte y la desdicha. Si obedeces los mandatos del Señor, tu Dios, que yo te
promulgo hoy, amando al Señor, tu Dios, vivirás. Te pongo delante bendición y
maldición. Elije la vida y vivirás tú y tu descendencia” (Dt 30,15-20). Cada uno
puede elegir cómo quiere vivir, siempre, ejerciendo (o abusando de) su libertad.
A ejercer bien su libertad y vivir a imagen y semejanza de Cristo invita Pablo a
los Corintios en la segunda lectura. En todos los tiempos y en todos los lugares
ha habido necesidad. Hasta Jesús dijo que “a los pobres los tendréis siempre
con vosotros”. A Pablo le rondaba por la cabeza la idea de ayudar a los más
necesitados, y que eso fuera una tarea de todos.
Pobre entre los pobres era la mujer que se acercó a Jesús. La enfermedad la
convertía en una impura, marginada social y religiosamente. No había manera
de poder remediar su situación. No la había, hasta que apareció en su vida Jesús
de Nazaret. Posiblemente, su última esperanza. Era imprescindible encontrarse
con Cristo. Pero no era tan fácil. Primero había que enfrentarse a la Ley de
impureza, que la apartaba de la comunidad. Después, acercarse entre toda la
gente que, de hecho, eran como una muralla humana. Vaya reto.
Pero nada puede con ella. Sin prisa, pero sin pausa, logra acercarse por detrás
a Cristo, para tocar su manto. En su situación, no se sentía digna de más.
Recuerda al leproso del Evangelio de Mateo (Mt 8, 1-4). Este leproso, con toda
humildad, de rodillas le pide a Jesús que, si quiere, le curre. Está dispuesto a
aceptar la decisión que el Maestro tome. Y Él le cura. También la mujer, al tocar
el manto, ve como toda la fuerza sanadora de Jesús la cura.
Tanto el leproso como la hemorroísa entienden que no hay nadie tan malo o
impuro que no sea digno del perdón o de la sanación. El poder sanador de Jesús
no se detiene ni ante nada ni ante nadie. Ni ante los prejuicios ni las
convenciones que van contra la dignidad de la persona. Ni siquiera la muerte
puede con ese poder. No hay situaciones sin salida para quien confía en Él. La
niña – tenía 12 años – vuelve a la vida. La súplica confiada del padre ha
funcionado, ha dado a su hija otra oportunidad.
La muerte de cada persona ya no es el final, es un paso, una “pascua” hacia la
vida que no tiene fin. Es el mayor regalo que Cristo nos ha dejado. La
resurrección de la niña acontece por el poder de la palabra de Jesús, que Marcos
ha conservado en original arameo. Jesús se manifiesta como señor de la vida y
de la muerte. Todos los milagros que se refieren a resurrecciones no son más
que la proclamación de que en Jesús y por Jesús la vida triunfa sobre la muerte.
Tenemos que seguir pidiendo a Jesús que nos cure, acercarnos con temor y
temblor a tocar su manto, para recibir su fuerza. Confiando, y aceptando lo que
Él nos dé. Con fe. Porque es la fe la que nos sana.
Hermano templario: Tu y yo necesitamos ser sanados de todas nuestras
dolencias y enfermedades. Acerquémonos con confianza al Dios de la Vida, y en
El encontraremos nuestra salvación.
NNDNN
Acepta la mirada del Dios que te ama. Acepta tus nuevos ojos para mirar al ser humano, al mundo, para verle a él y conocer su voluntad. No es momento de preguntas sino de permanecer en calma ante Dios, de sentir ser mirados, y quedar abrazados a la Palabra que nos salva.
La Luz del Espíritu y la fortaleza de la Palabra nos enseñarán a contemplar las cosas desde Dios y a acoger en la vida lo que es conforme al Evangelio de Jesús.
1- Posición y relajación del cuerpo, en pie, sentados o arrodillados cada uno asumiendo la postura que favorezca más su concentración. Lo importante, independientemente de la posición que se adopte, es colocarnos con la actitud de un ser ante su Creador y Padre, rodeados y acogidos por su fortaleza y ternura y transportados al tiempo eterno.
2- Cerrar los ojos. Calmar toda emoción. Silenciar toda actividad mental discursiva e imaginativa. Alcanzar el máximo de intensidad para, como sugiere el Papa Francisco sentir que “La oración no es magia, sino un confiarse en el abrazo del Padre. Tú debes orar a quien te engendró, al que te dio la vida a ti concretamente”.
3- Desde esa actitud, sintiendo como dice Francisco que “tenemos un Padre cercanísimo que nos abraza”, recitamos el Padrenuestro de forma sentida:
Versión en Latín:
4- A continuación, siguiendo la indicación de nuestro padre San Bernardo que dice que “ésta es la voluntad de Dios: quiere que todo lo tengamos por María”, rezaremos el Ave María.
5- Continuamos centrando la atención dentro de nosotros mismos, en el corazón, tratando de sentir la presencia del Espíritu de Dios en él. Y así, siguiendo el ritmo de la respiración, según el método de Oración Hesicasta decimos interiormente: