Se acercaba la Pascua de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. Encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas, sentados detrás de sus mesas. Hizo un látigo con cuerdas y los echó a todos fuera del Templo junto con las ovejas y bueyes; derribó las mesas de los cambistas y desparramó el dinero por el suelo. A los que vendían palomas les dijo: "Saquen eso de aquí y no conviertan la Casa de mi Padre en un mercado". Sus discípulos se acordaron de lo que dice la Escritura: "Me devora el celo por tu Casa". Los judíos intervinieron: "¿Qué señal milagrosa nos muestras para justificar lo que haces?" Jesús respondió: "Destruyan este templo y yo lo reedificaré en tres días". Ellos contestaron: "Han demorado ya cuarenta y seis años en la construcción de este templo, y ¿tú piensas reconstruirlo en tres días?" En realidad, Jesús hablaba de ese Templo que es su cuerpo. Solamente cuando resucitó de entre los muertos, sus discípulos se acordaron de que lo había dicho y creyeron tanto en la Escritura como en lo que Jesús dijo. Mientras Jesús estaba en la ciudad de Jerusalén, durante la fiesta de la Pascua, muchos creyeron en él porque vieron los milagros que hacía. Pero Jesús no confiaba en ellos, ni necesitaba que le dijeran nada de nadie, porque los conocía a todos y sabía lo que pensaban.
Los profetas ya habían anunciado que no bastaba con asistir al templo y realizar sacrificios para agradar a Dios. Los signos externos no bastan, sino que es precisa una verdadera conversión interna. La casa de Dios se había convertido en un mercado, en un negocio, en un lugar de postureo.
El texto me hace reflexionar si yo también soy un mercader que negocio dentro del templo, o que me acerco al templo para figurar y para cumplir. Me hace preguntarme cómo estoy construyendo mi propio templo.
Acepta la mirada del Dios que te ama. Acepta tus nuevos ojos para mirar al ser humano, al mundo, para verle a él y conocer su voluntad. No es momento de preguntas sino de permanecer en calma ante Dios, de sentir ser mirados, y quedar abrazados a la Palabra que nos salva.
1- Posición y relajación del cuerpo, en pie, sentados o arrodillados cada uno asumiendo la postura que favorezca más su concentración. Lo importante, independientemente de la posición que se adopte, es colocarnos con la actitud de un ser ante su Creador y Padre, rodeados y acogidos por su fortaleza y ternura y transportados al tiempo eterno.
2- Cerrar los ojos. Calmar toda emoción. Silenciar toda actividad mental discursiva e imaginativa. Alcanzar el máximo de intensidad para, como sugiere el Papa Francisco sentir que “La oración no es magia, sino un confiarse en el abrazo del Padre. Tú debes orar a quien te engendró, al que te dio la vida a ti concretamente”.
3- Desde esa actitud, sintiendo como dice Francisco que “tenemos un Padre cercanísimo que nos abraza”, recitamos el Padrenuestro de forma sentida:
Versión en Latín:
4- A continuación, siguiendo la indicación de nuestro padre San Bernardo que dice que “ésta es la voluntad de Dios: quiere que todo lo tengamos por María”, rezaremos el Ave María.
5- Continuamos centrando la atención dentro de nosotros mismos, en el corazón, tratando de sentir la presencia del Espíritu de Dios en él. Y así, siguiendo el ritmo de la respiración, según el método de Oración Hesicasta decimos interiormente: