No hay nada más contrario a la fe cristiana que la actitud y la
praxis del egoísmo y, sin embargo, tampoco hay nada más
común, más “normal” en nuestra humana cotidianidad. San
Pablo anima y estimula a la comunidad de Filipo a vivir una
comunión real de amor y que sea ese su principal signo de
identidad cristiana.
Nos acordamos de la descripción que se hace en los Hechos
de los Apóstoles de las primeras comunidades cristianas y
como los vecinos las admiraban porque todo lo que cada uno
poseía lo compartían con alegría. De hecho, se denominaba a
las comunidades “los santos”
La clave está en lo que el propio San Pablo indica al principio:
“la comunión del Espíritu”. No se trata solo de la voluntad,
sino de tomar conciencia de que el Espíritu Santo está
presente y activo en todos y cada uno de los que forman la
comunidad de bautizados y dejarse llenar de su Amor. Por
eso, celebraban la eucaristía y después se reunían para poner
en común el pan, las alegrías y problemas.
Descubrir en el alma la alegría de dar, de perdonar, de
compartir lo que soy y lo que tengo es vivir plenamente la fe y
el amor de Cristo. La Iglesia ha de ser la comunidad de
“santos” que nos ayude en este descubrimiento y en ello todos
estamos implicados.
¡Qué suerte para ti si no pueden compensarte!
En la línea de la primera lectura, Jesús nos indica y propone
cuál ha de ser la actitud del verdadero discípulo
comprometido con el Reino. A diferencia de los fariseos,
cumplidores de una ley de preceptos, de la que vivían y se
aprovechaban para sus intereses, Jesús centra su discurso
en la auténtica Ley, la del “precepto” del Amor, que rompe
esquemas y muestra a las claras quién es Dios y el camino
del Reino.
Hemos podido leer y reflexionar las distintas parábolas del
Reino y todas ellas insisten en la necesidad de salir de sí
mismo para buscar al hermano que estaba perdido, al que no
cuenta en nuestra sociedad ni en nuestra familia o “amigos”,
al que “no cumple”. La búsqueda y construcción del Reino de
Dios ha de hacernos salir de nuestras seguridades y
animarnos a entrar en las sendas estrechas por las que
Cristo sigue caminando hacia la Cruz. Nadie nos lo va a
agradecer quizá. Al revés: nos criticarán y tratarán de
descartarnos por ir precisamente en ayuda y defensa de
quienes están en nuestros márgenes de corrección y, como
dice el Evangelio, de retribución.
Y darnos cuenta de que cuando el Señor nos habla de
recompensa en la “resurrección de los justos” se está
refiriendo no al final de los tiempos solamente. Con la
Resurrección de Cristo, somos ya “hombres resucitados”
desde el bautismo: sacerdotes, profetas y reyes que formamos
el Pueblo de Dios, porque nos ha elegido personalmente a
cada uno no para nuestro exclusivo beneficio de felicidad sino
para precisamente para invitar a los que nada tienen, pero
que esperan, nos esperan.
“La Iglesia, reunión de liberados, de perdonados [...] no es una
sala de espera donde están juntos quienes han recibido la
entrada gratis para el cielo, sino un pueblo en camino hacia el
Reino [...]
Quizás hoy la Iglesia está llamada a llevar a cabo esta tarea
comprometida: hacer caminar a la gente. Pero es necesario,
ante todo, que nosotros demostremos que somos capaces de
caminar [...] Hemos permanecido demasiado tiempo recostados
sobre las almohadas de la verdad tenida como posesión [...]
Mientras tanto el mundo camina cada día más de prisa, pero
no adelanta. Porque nosotros no caminamos. [---] El Reino no se
ha hecho para gente que se mantiene a la espera, sino para
tipos que se han decidido a ponerse en camino”
Estos Evangelios y reflexión han sido extraídos de “Dominicos”, hecho público en
https://www.dominicos.org/predicacion/evangelio-del-dia/31-10-2022/ Dominicos
Acepta la mirada del Dios que te ama. Acepta tus nuevos ojos para mirar al ser humano, al mundo, para verle a él y conocer su voluntad. No es momento de preguntas sino de permanecer en calma ante Dios, de sentir ser mirados, y quedar abrazados a la Palabra que nos salva.
La Luz del Espíritu y la fortaleza de la Palabra nos enseñarán a contemplar las cosas desde Dios y a acoger en la vida lo que es conforme al Evangelio de Jesús.
1- Posición y relajación del cuerpo, en pie, sentados o arrodillados cada uno asumiendo la postura que favorezca más su concentración. Lo importante, independientemente de la posición que se adopte, es colocarnos con la actitud de un ser ante su Creador y Padre, rodeados y acogidos por su fortaleza y ternura y transportados al tiempo eterno.
2- Cerrar los ojos. Calmar toda emoción. Silenciar toda actividad mental discursiva e imaginativa. Alcanzar el máximo de intensidad para, como sugiere el Papa Francisco sentir que “La oración no es magia, sino un confiarse en el abrazo del Padre. Tú debes orar a quien te engendró, al que te dio la vida a ti concretamente”.
3- Desde esa actitud, sintiendo como dice Francisco que “tenemos un Padre cercanísimo que nos abraza”, recitamos el Padrenuestro de forma sentida:
Versión en Latín:
4- A continuación, siguiendo la indicación de nuestro padre San Bernardo que dice que “ésta es la voluntad de Dios: quiere que todo lo tengamos por María”, rezaremos el Ave María.
5- Continuamos centrando la atención dentro de nosotros mismos, en el corazón, tratando de sentir la presencia del Espíritu de Dios en él. Y así, siguiendo el ritmo de la respiración, según el método de Oración Hesicasta decimos interiormente: