David subía la cuesta de los Olivos llorando con la cabeza cubierta y
descalzo
Impresiona la lectura de este episodio del Segundo Libro de los
Reyes. La frase que he destacado nos acerca a Jesús, pues el rey
David experimenta dramáticamente, en el mismo escenario que será
luego testigo de la traición de Judas y el abandono de sus discípulos,
la persecución de su propio hijo Absalón, que pretendía matarlo.
Pero la “Pasión” de David es también la nuestra, la de tantos hombres
y mujeres que experimentan la injusticia, el rencor, la traición...y un
sentimiento de infinita tristeza ante las contradicciones y miserias de
nuestros prójimos (y, a veces, como David, el propio hijo) y, por
supuesto, las nuestras propias. Buen ejemplo de ello es el propio rey.
Por esa razón, la actitud del rey, ha de ser también la nuestra: David
hace penitencia, reconoce su pecado ante el Señor y espera confiado:
“quizá el Señor se fije en mi humillación”. La respuesta es Jesús que
“se humilló hasta el extremo pasando por uno de tantos” como nos
dirá San Pablo. La respuesta es su amor incondicional, desmedido y
para siempre.
¿Qué tienes que ver conmigo, Jesús, Hijo de Dios altísimo?
El episodio del hombre endemoniado que vivía entre sepulcros es un
relato que se presta a muchas lecturas, pero que entiendo muy
actual. En la orilla del Mar de Galilea es donde Jesús llama a sus
primeros discípulos. Ahora, sin embargo, es este hombre o, mejor,
esta “legión” de personas quienes buscan el encuentro, le interpelan y
lo reconocen... pero no pueden ni parecen querer seguirlo: el mal, la
muerte, las oscuridades dominan sus vidas, los atenazan. Solo Jesús
puede salvarlos, pero necesita saber “el nombre” para actuar.
Y es que el mal, el pecado nunca es anónimo, sino muy personal.
Afecta a nuestra conciencia, nuestro ser más profundo. Es desde allí
donde podemos reconocerlo, decir su nombre, sus nombres y pedir al
Señor que nos libere. Y no es fácil porque no pocas veces están tan
aferrados a mi voluntad, me resultan tan cotidianos que no consigo
darme cuenta... Esto significa vivir entre sepulcros. Es necesario
dirigir la mirada y el corazón al Señor que viene a mi orilla.
Pero la consecuencia final de todo ello no es siempre el
agradecimiento. Los porquerizos le piden que se vaya. Estaban
“espantados”. A veces preferimos convivir con el mal que tratar de
combatirlo, dejamos que, poco a poco, vaya apoderándose de nuestro
corazón. A veces incluso y, lamentablemente, perdemos o queremos
perder de nuestro horizonte a Dios y “vivir tranquilos”
Por eso Jesús le pide a los que ha salvado que, en vez de embarcarse
con él, sean sus discípulos entre la gente del lugar. Todo un mensaje
a los que formamos la Iglesia para que seamos conscientes de cuales
son nuestros campos de misión y ser testigos de la Salvación de
Cristo aun en paisajes de muerte por acción u omisión.
Hoy celebra la Iglesia la memoria de San Juan Bosco, todo un
referente de la educación cristiana de los jóvenes. Él fue capaz de
descubrir la llamada de Jesús a entregar su vida por una juventud
incomprendida y falta de valores. No es fácil creer en los jóvenes
entonces y ahora. Hace falta mucho amor, paciencia y compartir con
ellos un horizonte de esperanza que solo Dios puede otorgar.
El misterio de Dios es más grande
“No recuerdo haberme preguntado una sola vez: ¿existe Dios? Pero
puede que haya habido momentos en que me he interrogado: ¿todo
esto tiene sentido? ¿Mi vida tiene sentido? Eso no ha durado nunca
mucho tiempo, pero sí, he experimentado este sentimiento de
oscuridad. En la historia del siglo veinte, ha habido un acontecimiento
que nos hunde colectivamente en esta oscuridad: el Holocausto, ese
horror inenarrable de la muerte de millones de judíos, nuestros
primos en la fe. Frente a esto, ¿qué puedo decir? El mal es un
misterio, pero yo creo que el misterio de Dios es más grande”.
Acepta la mirada del Dios que te ama. Acepta tus nuevos ojos para mirar al ser humano, al mundo, para verle a él y conocer su voluntad. No es momento de preguntas sino de permanecer en calma ante Dios, de sentir ser mirados, y quedar abrazados a la Palabra que nos salva.
La Luz del Espíritu y la fortaleza de la Palabra nos enseñarán a contemplar las cosas desde Dios y a acoger en la vida lo que es conforme al Evangelio de Jesús.
1- Posición y relajación del cuerpo, en pie, sentados o arrodillados cada uno asumiendo la postura que favorezca más su concentración. Lo importante, independientemente de la posición que se adopte, es colocarnos con la actitud de un ser ante su Creador y Padre, rodeados y acogidos por su fortaleza y ternura y transportados al tiempo eterno.
2- Cerrar los ojos. Calmar toda emoción. Silenciar toda actividad mental discursiva e imaginativa. Alcanzar el máximo de intensidad para, como sugiere el Papa Francisco sentir que “La oración no es magia, sino un confiarse en el abrazo del Padre. Tú debes orar a quien te engendró, al que te dio la vida a ti concretamente”.
3- Desde esa actitud, sintiendo como dice Francisco que “tenemos un Padre cercanísimo que nos abraza”, recitamos el Padrenuestro de forma sentida:
Versión en Latín:
4- A continuación, siguiendo la indicación de nuestro padre San Bernardo que dice que “ésta es la voluntad de Dios: quiere que todo lo tengamos por María”, rezaremos el Ave María.
5- Continuamos centrando la atención dentro de nosotros mismos, en el corazón, tratando de sentir la presencia del Espíritu de Dios en él. Y así, siguiendo el ritmo de la respiración, según el método de Oración Hesicasta decimos interiormente: